Blogia
pueblapeje

ARTÍCULOS DE JAIME ORNELAS DELGADO, DE OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO Y DE CUAUHTÉMOC CARDENAS

ARTÍCULOS DE JAIME ORNELAS DELGADO, DE OCTAVIO RODRÍGUEZ ARAUJO Y DE CUAUHTÉMOC CARDENAS

TENDAJÓN MIXTO  

La contraofensiva neoliberal

 
 
Jaime Ornelas Delgado

Una vez pasada la euforia provocada por la transición democrática –el paso de los gobiernos dictatoriales encabezados por militares a regímenes basados en la democracia representativa–, en América Latina comenzó un periodo de lucha contra el neoliberalismo y su democracia de mercado que ya tiene su historia con distintas fases que van desde la resistencia inicial hasta la construcción de alternativas políticas de ruptura y, recientemente, el comienzo de la contraofensiva de la derecha.

La resistencia de los zapatistas, de los “sin tierra”, la lucha de los intelectuales contra el pensamiento único y los postulados del Consenso de Washington, los foros sociales mundiales, que desde 2001 convocan a la construcción de “otro mundo posible”, o las marchas de Seatle y Cancún contra la Organización Mundial de Comercio, fueron forjando un poderoso movimiento popular que pasó de la resistencia a la ofensiva que resquebrajó la hegemonía neoliberal construida desde Pinochet y Videla y consolidada por los Cardoso, los Menem, Fujimori, Carlos Andrés Pérez y Carlos Salinas.

El primer hecho que mostró que la de la resistencia se pasaba a la ofensiva, fue el triunfo electoral Hugo Chávez en 1998; más tarde la victoria de Lula en 2002 dio mayor impulso a la ofensiva electoral del movimiento popular; el triunfo de Kirchner en 2003 mostró que sí era posible derrotar a los aparatos políticos e ideológicos del neoliberalismo y los resabios de una larga y sangrienta dictadura; Tabaré Vázquez triunfa en Uruguay en 2004; Daniel Ortega en 2006 en Nicaragua y recientemente, en Paraguay, la victoria de Fernando Lugo mostró que sigue en ascenso el impulso popular frente al neoliberalismo. Todos estos triunfos, conviene recordarlo, se produjeron como alternativa a las propuestas de gobiernos ortodoxamente neoliberales.

Particularmente los triunfos electorales de Evo Morales (2005) y de Rafael Correa (2006) en países con abundante población indígena, así como el lanzamiento de la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), la creación del Banco del Sur y la adhesión de Venezuela y Bolivia al Mercosur, dieron contornos más amplios y un eje de lucha a los gobiernos que enfrentados al neoliberalismo comenzaron a construir modelos de ruptura sustentados en la integración regional sin Estados Unidos y el rescate de los recursos naturales así como  el uso de la renta proveniente de ellos para reforzar las transformaciones económicas, políticas y sociales orientadas a la construcción de una sociedad distinta a la neoliberal.

Por su parte, los grupos neoliberales y socialdemócratas que se adhirieron a él pasaron de la derrota política, ideológica y electoral a la ofensiva, utilizando los aparatos económicos y mediáticos que aún conservan como expresión de su poder.

Esta contraofensiva asume formas distintas según el país donde se lleve a cabo pero tiene como directriz la crítica a la presencia del Estado en la actividad económica y a sus acciones de rescate de la soberanía nacional en la explotación de los recursos naturales o haciendo énfasis en la corrupción, siempre centrada en el gobierno y nunca en el sector privado; de la misma manea, en donde pueden provocan el desabasto y promueven la autonomía de los gobiernos regionales destruyendo la unidad nacional y defienden la “libertad de expresión” como privilegio de los monopolios mediáticos que siguen sus campañas de odio y calumnias contra el movimiento popular, sus dirigentes y los gobiernos que emanan de ellos.

Por supuesto, la ofensiva neoliberal se sustenta también en la oposición a cualquier intento de reforma agraria, a los cambios constitucionales que traten de abrir cauces más anchos a la democracia y, por supuesto, se oponen a las nacionalizaciones pues prefieren siempre a la inversión privada, “aunque sea nacional” dirán resignados, a cualquier forma de participación estatal.

Esos son, en general, los ejes de las acciones de la derecha que se sustentan en la complacencia ante al capitalismo al que consideran esencialmente desigual y que no es posible cambiarlo, por lo que resulta una ilusión de la izquierda pretender la distribución de la riqueza, el ingreso y el poder. En consecuencia, concluyen, es mejor dejar las cosas como están sólo tratando de que la desigualdad no llegue a extremos que ponga en riesgo la estabilidad que requiere la acumulación de capital.

Enemiga de la distribución, la derecha parte de la vieja tesis de los economistas neoclásicos: lo fundamental es crecer antes que distribuir. Esta es, sostienen que el desarrollo es solo crecimiento ya que si se distribuye la riqueza actual quienes la concentraban pierden –y con ellos la sociedad– capacidad de ahorro y sin ahorro no hay inversión y, en consecuencia, no se generan empleos. Esto, sencillamente, significa que para que haya ahorro, inversión empleo y desarrollo, es preciso empobrecer a la mayoría para que la minoría ahorre e invierta. Además, para eso se necesita estabilidad o que cambie lo necesario para que todo siga igual.

 

Octavio Rodríguez Araujo

Calderón, otra vez cuestionado

José Antonio Crespo nos ha brindado un conjunto de elementos objetivos que reviven la certidumbre del fraude electoral de la elección presidencial de 2006. Muy recientemente publicó en la editorial Debate un libro de 236 páginas titulado 2006: hablan las actas. Las debilidades de la autoridad electoral mexicana. Él aclara que las irregularidades que analizó en las actas no le dan automáticamente el triunfo a López Obrador, pero que tampoco se lo dan a Calderón. La única forma en que esas grandes dudas podían haber sido despejadas hubiera sido contar todos los votos como se ha demandado no sólo por la coalición Por el Bien de Todos (PRD-PT y Convergencia), sino por entidades y personas no involucradas directamente con ningún partido.

Calderón no quiso que se contaran todos los votos, el IFE tampoco y, por si no hubiera sido suficiente, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) también se negó a ese recuento. Y no sólo a tomar en cuenta todos los votos, sino que también se negó a revisar todas las actas que denotaban inconsistencias, así como el contenido de los paquetes electorales correspondientes a esas mismas actas. La tarea que realizó Crespo fue, muy probablemente, ardua y aburrida, pero la llevó a cabo sabiendo que su hipótesis principal sería comprobada, es decir, que encontraría tal cantidad de errores e inconsistencias aritméticas que rebasarían por mucho la diferencia de votos supuestamente habida entre Calderón Hinojosa y López Obrador.

La comprobación de Crespo fue que los errores detectados en las actas eran suficientes para afectar el resultado total en el país (lo que debió tomar en cuenta el TEPJF) y que el principio de certeza no se había garantizado. En pocas palabras, el tribunal electoral tuvo en sus manos la posibilidad de demostrar y de exhibir que la elección estaba plagada de errores e inconsistencias y que, por lo mismo, no había certeza absoluta en los resultados oficiales ni en el triunfo de Calderón. No lo hizo, por lo que una vez más se puede afirmar que dicho tribunal actuó sesgadamente, quizá con dolo y, desde luego, en oposición a la verdad que casi todo mundo demandaba.

¿Cómo debe interpretarse que hubiera muchos más votos irregulares (siempre de acuerdo con las actas analizadas por Crespo) que la ventaja supuesta de Calderón sobre su principal contrincante en 2006 (y todavía ahora)? El autor de 2006: hablan las actas... revisó la mitad de éstas, correspondientes a la mitad de los distritos electorales. Y en este ejercicio descubrió más de 300 mil errores que revelan la misma cantidad de votos alterados. Si hubiera revisado el total de las actas, mínimo hubiera encontrado el doble, es decir, más de 600 mil votos registrados irregularmente, casi tres veces más que la diferencia de sufragios entre los dos principales contendientes presidenciales según los trucados resultados oficiales.

La conclusión que el lector de Crespo puede extraer con facilidad, si es tan objetivo como el autor del libro comentado, es que Calderón no ganó la elección o, en el mejor de los casos, que no podría ni podrá comprobar su cuestionado triunfo.

Esto ya lo sabíamos y lo sabemos los que analizamos desde la noche de la elección el Programa de Resultados Electorales Preliminares (PREP) y las siguientes acciones y omisiones del presidente del IFE, de la televisión comercial y de los voceros oficiales y oficiosos del conservadurismo mexicano. Pero como muchos de los que demostramos esas irregularidades cometimos “el pecado” de pronunciarnos en favor del triunfo de López Obrador, fuimos ignorados. No podrá ser el caso de José Antonio Crespo, ya que él no ha sido ni es simpatizante de López Obrador, aunque tampoco, justo es decirlo, de Calderón.

La aportación de Crespo revive el debate sobre el fraude electoral de 2006 y sobre la legitimidad de Calderón como presidente de México, pero también es una publicación muy oportuna, pues en este momento FCH y su partido están a la baja, colocados en segundo lugar después del PRI sin que este partido haya hecho nada especial por recuperar su primer lugar perdido desde el 2000.

El tribunal electoral tuvo en sus manos la posibilidad de atender la lógica demanda de un conteo total de los votos, pero se negó, “concediendo” que se abriera 9.07 por ciento de la paquetería electoral y, con base en el conteo de esta “muestra” (sin validez estadística), resolvió que la diferencia de Calderón sobre López Obrador había sido de 0.56 por ciento. El TEPJF fue la última instancia del que he llamado golpe de Estado ex ante, y cometió deliberadamente dos errores inaceptables para cualquier jurista: considerar cada una de las posibles causales de nulidad de las elecciones sin relacionarlas con el conjunto, y negarse al conteo de todos los votos. Lo que hizo no sólo fue deliberado, sino un abuso de su poder, ya que cualquier cosa que dictaminara sería la última voz legalmente permitida y, además, inatacable. Un tercer error, de esencia no jurídica, fue forzar la lógica en favor de la consigna que recibieron los magistrados (y quizá por ofertas que no pudieron resistir): si dijeron que cada uno de los elementos “analizados” no era determinante en la elección, igualmente podrían haber dicho lo contrario: que sí era determinante, pues así como no probaron sus recurrentes y ocurrentes conclusiones, tampoco tenían que probar lo contrario. Pero Crespo se encarga de demostrar, casi dos años después (nunca es tarde) que el TEPJF hizo lo que hizo para que las actas no hablaran y poder encubrir la truculencia electoral de 2006.

Con Crespo las actas hablaron, falta saber qué dirían los votos contenidos en los paquetes electorales antes de que sean destruidos. El simple hecho de que los del poder institucional no permitan que se cuenten todos los votos es suficientemente revelador del fraude. Si Calderón supiera que contando todos los votos se demostraría que ganó, ya se hubieran contado. Calderón no ganó.

 

Cuauhtémoc Cárdenas

Política petrolera (una respuesta)

El viaje del titular del Ejecutivo a España ha estado lleno de declaraciones, las cuales han presentado una visión totalmente equivocada sobre los foros para tratar cuestiones petroleras, convocados por el Senado de la República.

Primero, debe decirse que la propuesta hecha por el mandatario no es propiamente sobre la política petrolera, como parecería desprenderse de sus declaraciones, sino que se trata de seis iniciativas: cinco de reforma a varias leyes y una para la creación de una comisión. En ningún caso, entonces, ni en México ni en España, ha hecho pública alguna propuesta sobre políticas petroleras, es decir, el programa de trabajo o plan de desarrollo de dicha industria, a partir de lo cual pudieran discutirse sus criterios o planteamientos técnicos, económicos, financieros o de tiempos que, por otro lado, en varias de las presentaciones en el Senado y en otros foros celebrados en otras instituciones se han estado tocando.

El gobierno parece no darse cuenta de que una cosa son las iniciativas de ley para cambiar el marco regulatorio de la industria petrolera, y otra, muy distinta, las ideas o las propuestas a ejecutar –obras, inversiones, volúmenes de producción, medidas de integración productiva, esquemas de gestión, etcétera– para reactivar y desarrollar la industria petrolera, aun cuando unas y otras estén relacionadas a la hora de llevar las segundas a la práctica.

El titular del Ejecutivo ha expresado: “no se han disputado elementos centrales de mi propuesta”. Se equivoca. Ha sido una constante en varios foros señalar, por ejemplo, la anticonstitucionalidad que contienen varias de sus iniciativas, entre ellas, y de manera destacada, la referente a la ley reglamentaria del artículo 27 constitucional en el ramo del petróleo.

De aprobarse el artículo 4° de esta iniciativa, abriría el paso franco a la violación de la Carta Magna, pues permitiría la inversión de particulares en áreas de la industria petrolera reservadas de manera exclusiva a la nación. Dice el texto de este artículo: “Petróleos Mexicanos, sus organismos subsidiarios y los sectores social y privado, previo permiso, podrán realizar las actividades de transporte, almacenamiento y distribución de gas, de los productos que se obtengan de la refinación de petróleo y de petroquímicos básicos”, y continúa: “Petróleos Mexicanos y sus organismos subsidiarios podrán contratar con terceros los servicios de refinación de petróleo”.

De acuerdo con el 27 constitucional, el Estado está impedido, desautorizado, para contratar o dar concesiones a personas, físicas o morales, para que, tratándose del petróleo y los hidrocarburos, inviertan en las actividades de esa industria en las que por disposición de la propia Constitución sólo tiene cabida la nación.

En el artículo 2° de la propia iniciativa se pretende incorporar expresamente la categoría, hasta ahora inexistente en la ley vigente, de áreas estratégicas en la industria petrolera, para diferenciarlas de aquellas hasta hoy reservadas, en las que, pretende el gobierno, pudiera aceptarse la inversión privada, que son la exploración, la explotación, la refinación, la elaboración, el transporte, el almacenamiento, la distribución y las ventas de primera mano del petróleo y los productos de su refinación, el gas y los denominados petroquímicos básicos, que en conjunto integran lo que la ley vigente define en su artículo 3° como la industria petrolera, aquella reservada en exclusiva a la nación.

En el artículo 11, apartado III, se propone facultar a la Secretaría de Energía para que regule, por una parte, actividades estratégicas y, por otra, actividades en este caso de nueva aparición, a las que llama permisionadas, que se separarían de las ahora reservadas a la nación para abrirse a inversionistas privados. De llegarse a aprobar esta diferenciación dentro de la industria petrolera, la acción pública acabaría por quedar reducida a la extracción.

Una violación potencial más a la Constitución se encuentra en la eventual aprobación del artículo 46 de la iniciativa de nueva ley orgánica de Petróleos Mexicanos. Dice su texto que Pemex podrá celebrar contratos “sujetos al buen desempeño y generación de resultados”, en los que “se pacte una remuneración fija o variable, determinada o determinable, con base en las obras y servicios especificados al momento de la contratación o que el desarrollo del proyecto exija con posterioridad”, y que “Petróleos Mexicanos podrá pactar incentivos tendentes a maximizar la eficiencia o el éxito de la obra o servicio”, es decir, contratos que la iniciativa llama de desempeño, que no serían otra cosa que de riesgo, cuyo pago se vincula a los resultados obtenidos –pago nulo en caso de cero resultados o un porcentaje pactado de la producción obtenida–, prohibidos expresamente por nuestras leyes.

Para terminar con el asunto de las violaciones constitucionales que entrañaría la aprobación de las iniciativas del gobierno tal como fueron enviadas al Congreso, habrá que decir que en la propuesta de reforma a la Ley Federal de Derechos, en su artículo 257 quáter, se considera aprobada ya la apertura a la inversión privada en los trabajos de exploración y explotación en aguas profundas, y de la iniciativa de ley que crearía la Comisión del Petróleo, podría desprenderse que hubiera concesionarios de la explotación distintos a Pemex, lo que prohíbe la ley en vigor.

La Ley reglamentaria del artículo 27 constitucional en el ramo del petróleo no debe reformarse. Debe mantenerse como está y rechazarse la iniciativa presentada por el Ejecutivo al Senado. Los contratos de desempeño o incentivados, que son de riesgo, no caben en la ley, así como tampoco la apertura a intereses particulares de los trabajos en aguas profundas.

El gobierno, que de acuerdo con el conjunto de iniciativas de ley que ha enviado al Congreso, se muestra urgido por entregar a inversionistas privados la explotación en aguas profundas, la refinación, el transporte, el almacenamiento y la distribución de petróleo, gas y petroquímicos básicos, no se atreve a presentar con franqueza a la nación una propuesta de reformas constitucionales, y es por eso que se mueve por vericuetos legaloides, buscando complacer a inversionistas privados e intereses de dentro y fuera que pretenden una industria petrolera mexicana plenamente a su servicio.

Los de dentro, para beneficiarse con las utilidades que genera la industria del petróleo, áreas de la cual –de aprobarse las iniciativas oficiales– se les entregarían de manera privilegiada para manejarlas de acuerdo con sus particulares intereses. Los de fuera, que son básicamente los de los grandes negocios petroleros estadunidenses, para que nuestros hidrocarburos sigan contribuyendo a sostener su economía bélica y de dispendio energético, para asegurarse suministros cercanos, para seguir beneficiándose de los mercados mexicanos altamente lucrativos que se les han entregado y los que evidentemente no quieren perder, como los de los combustibles y los fertilizantes. Y en todo esto, no deben faltar jugosas comisiones, evidentemente no declaradas, para quienes en el pasado y en el presente han tomado o puedan tomar las grandes decisiones sobre la política petrolera.

Ahora bien, independientemente de la pretensión del gobierno de modificar el marco regulatorio de la industria petrolera admitiendo y alentando violaciones flagrantes a la Constitución, de aceptarse a inversionistas privados en las áreas que están reservadas en exclusiva a la nación, se provocaría el rompimiento de las cadenas productivas en una industria que ofrece los mejores resultados, tanto técnicos como económicos, cuando opera con la mayor integración posible y cuando, evidentemente, abastece mercados con la mayor amplitud posible.

Por ejemplo, de abrirse la posibilidad al transporte por ductos de propiedad y gestión privada, un sistema circulatorio energético que corre por todo el país podría manejarse con dos o más criterios distintos, incluso válidos desde los respectivos puntos de vista, pero contrapuestos en función de sus objetivos finales, que en el caso del sistema de ductos de Pemex, además de su eficiencia operativa, no debieran ser otros que el abasto suficiente y oportuno de petrolíferos a todo el país, independientemente del lucro que pudiera representar.

En el caso de la refinación, para dar otro ejemplo, es obvio que para un maquilador particular no sería aceptable el tratamiento que se da a la subsidiaria Pemex Refinación. A ésta se le entrega el petróleo al precio corriente internacionalmente –hoy en el orden de 130 dólares por barril de crudo– y la Secretaría de Hacienda le fija el valor a que debe vender los refinados, muy por debajo de costos internacionales, con lo que se hace operar a esta subsidiaria obligadamente con pérdidas. Un particular recibiría el crudo y entregaría a Pemex los combustibles sin que le importaran los precios de uno y otros, pues simplemente se le pagarían entre 16 y 20 dólares por barril maquilado en su refinería, lo que constituiría un negocio altamente lucrativo y más que seguro. Si a Pemex Refinación se le tratara como se pretende hacer con los particulares, sería una de las subsidiarias de Pemex con utilidades mayores y aseguradas.

La cesión de estas actividades a inversionistas privados, por otro lado, iría en contra de las tendencias que se observan en las grandes petroleras mundiales, privadas y públicas, que es la de tratar de integrarse productivamente lo más posible, operar en toda la cadena productiva con criterios y, sobre todo, con intereses comunes, y no al revés, como parece que pretende hoy el gobierno mexicano.

* * *

Recientemente también, el titular del Ejecutivo ha declarado que “la controversia ha estado más bien en los planos ideológico y político, pero en el plano técnico y de los hechos que busca la reforma, no ha habido realmente una polémica”.

Desde luego, todo lo que se ha estado expresando en los foros sobre el petróleo, al igual que las iniciativas del Ejecutivo, parten de las concepciones ideológicas y las posiciones políticas de las personas que elaboraron las iniciativas y de aquellas que en los foros hemos manifestado nuestras opiniones sobre los diferentes temas tratados. No podría ser de otra manera.

Ahora bien, debe destacarse que fuera de las seis iniciativas, es el gobierno el que no ha tenido propuesta en los terrenos técnicos y económicos, salvo expresiones de que con los cambios del marco regulatorio de la industria petrolera, como por arte de magia –sin precisar actividades, ni menos inversiones requeridas, fuentes de éstas, y tiempos– se tendría una industria petrolera reactivada y en expansión. Y debe agregarse que el gobierno no ha dado pie para la discusión técnica sobre la programación de corto, mediano y largo plazos en la industria petrolera, de las actividades a realizar, de sus fuentes de financiamiento, de sus tiempos de ejecución; de todo ello ni una palabra.

El titular del Ejecutivo declaró en España que si se aprueba su iniciativa de reformas, México podría convertirse en el cuarto productor mundial de petróleo –frente al sexto lugar que ahora ocupa–, que se elevaría la producción de gas y de petróleo, que aumentarían las reservas probadas de nueve a por lo menos 40 años más y que permitiría producir toda la gasolina que necesita el país y reducir su importación.

Declarar lo anterior no es entrar al debate técnico-económico. Es una profesión de fe, a la que no se le da sustento material alguno, ya sea político, técnico o financiero. Es más, aun aceptando que se tratara de una manifestación de intenciones, ésta en particular, de llevarse a la práctica, resultaría en un grave riesgo para el futuro de México y los mexicanos.

Y si por técnico se entiende hablar de cifras, empecemos con algunas.

El titular del Ejecutivo pretende que México aumente su producción de petróleo y gas, aunque no dice en qué cantidades. Me parece que orientar los trabajos de Pemex en ese sentido sería altamente riesgoso para el país.

Elevar la extracción de hidrocarburos representaría que la actual reserva probada se agotara en un tiempo más corto de los nueve años de vida que ahora se le estiman, o los 40 años de que ha hablado el titular del Ejecutivo, porque se incrementará la actividad exploratoria y con ello el volumen de las reservas probadas se acortará.

La plataforma de producción de los años recientes se sitúa en el orden de 3 millones de barriles diarios. En estas condiciones ahora se tienen reservas probadas para nueve años. Si se convirtieran en probadas las reservas calificadas como probables y posibles, se llegaría a un total de 44 mil 500 millones de barriles, que manteniendo los ritmos de explotación actuales darían para el abasto de unos 30 años. Si aumenta la extracción, como pretende el titular del Ejecutivo, esos 30 años, los años de la actual generación joven, se harían menos y estarían agotadas todas las reservas, las ahora probadas, las probables y las posibles.

El consumo nacional demanda un millón 700 mil barriles diarios. El resto, un millón 300 mil, se exporta sin que se le agregue valor mediante su transformación industrial en refinados y petroquímicos, sin generar empleos en el país, sin impactar en otras actividades económicas ni en el desarrollo regional.

Una política inteligente sería agregar valor al producto extraído de la tierra y, por tanto, ir disminuyendo gradualmente, hasta eliminar, la exportación de crudo, industrializarlo en el país, satisfacer las demandas internas de combustibles y otros petrolíferos y exportar principalmente petroquímicos.

Una decisión en ese sentido llevaría a no dejar que la Secretaría de Hacienda, con sólo criterios fiscales, siga fijando en la práctica, y más allá de lo formal, la plataforma de explotación. Ésta debiera ser una función del Congreso, del Senado en particular, pues es con base en esta cifra y en la relación que debe existir entre los volúmenes de extracción y de reservas probadas, de donde debiera partir el diseño de la política petrolera. La plataforma de explotación no debiera elevarse porque se crea, irracionalmente, sin argumentar razones, porque se tengan ganas o, lo más probable, para complacer al extranjero, que México pase de ser el sexto productor mundial a ocupar el cuarto lugar, en el que estaría mientras más rápido agota las reservas. Ésa podría ser una decisión funesta para los mexicanos de ahora y del mañana.

Y si para aumentar la explotación el gobierno está pensando en los recursos prospectivos, esto es, los que se supone existen con un volumen de 53 mil 800 millones de barriles, 55 por ciento en aguas profundas y ultraprofundas del Golfo de México, y el resto en tierra y en aguas someras, pero que todavía no se descubren y menos aún se cuantifican con precisión por haberse ya explorado mediante la perforación de los pozos necesarios para ello, sería una insensatez basar hoy el aumento de la explotación en las inciertas probabilidades que hasta este momento ofrecen los depósitos en aguas profundas, de los que para obtener producción, a partir de que se inicie su exploración, deben transcurrir entre ocho y 10 años por lo menos.

Plantear una política petrolera, la que hoy demanda nuestro país, es hablar de muchas cosas más. El gobierno, insisto en ello, poco nos ha dicho al respecto.

En marzo pasado, la Secretaría de Energía hizo público un diagnóstico sobre Petróleos Mexicanos (Pemex). En ese documento la dependencia presenta una visión tendenciosa, alarmista y catastrófica del organismo y las actividades que realiza, destacando supuestas insuficiencias y carencias en su capacidad de ejecución, falta de recursos para invertir e indisponibilidad de tecnologías para el trabajo en aguas profundas. Son argumentos sin sustento, que caen por su propio peso.

El diagnóstico no dimensiona la capacidad de ejecución de la que supuestamente carece Pemex, ni las áreas de la industria en las que considera se presentan los déficit en este aspecto; tampoco señala la magnitud y origen de los recursos necesarios para realizar lo que supuestamente hace falta y sólo hace ver que Pemex no cuenta con recursos y que se requeriría de créditos o de inversiones de particulares para sacar adelante a la industria, y tampoco precisa cuáles son las tecnologías con las que no cuenta y a las que debe acceder Pemex para trabajar aguas profundas.

Debe aclararse que los trabajos en aguas profundas no se realizan a partir de tecnologías patentadas o de fórmulas que se apliquen con carácter universal. Cada proyecto reclama un diseño y una ejecución particulares. Sin tener acceso a las tecnologías, según el gobierno, Pemex, reconocido así por el propio gobierno, ya ha realizado la perforación de siete pozos en aguas profundas, además de que ha ordenado la construcción de varios equipos para realizar trabajo en esas aguas. Por otro lado, Pemex ha solicitado a la Secretaría de Energía permisos para llevar a cabo el reconocimiento y exploración superficial en el área del Cinturón Plegado Perdido y de la llamada región B del Golfo de México, en una superficie de 514 mil 370 kilómetros cuadrados, con tirantes de agua que van de los 300 hasta los 3 mil 500 metros, esto es, estudios a realizar dentro de la zona económica de México y en el polígono de alta mar oriental de aguas internacionales, que limitan con Estados Unidos y Cuba. O sea que viendo todo esto, Pemex, en contradicción con lo que señala el diagnóstico de la Secretaría de Energía, sí cuenta con las tecnologías para desarrollar trabajos en aguas profundas y ultraprofundas.

El diagnóstico también hace referencia a que existen rezagos en la industria petrolera. Ha sido frecuente escuchar de altos funcionarios de la administración que inversiones que se hicieron y se hacen en el extranjero para abastecer mercados mexicanos generan empleos y derramas económicas en otros países en vez de hacerlo en el nuestro. Desde luego que existen rezagos, es ésa una de las consecuencias de tres décadas de políticas antinacionales, años transcurridos sin que se construya una sola refinería en nuestro territorio, a pesar de tenerse conciencia de que aumentaba día a día la necesidad de importar refinados. Rezagos equivalentes se encuentran en materia de exploración y reposición de reservas, en el mantenimiento y extensión de las redes de ductos, en las terminales de almacenamiento, las plantas petroquímicas y en toda la industria estatal. Ese abandono ha sido intencionado. Se prefirió ceder mercados muy lucrativos, que pudo haber cubierto la industria estatal de haber sido favorecida como lo han sido productores extranjeros. Se ha aplicado concienzudamente la estrategia ordenada a los más recientes gobiernos del país por organismos financieros internacionales, de poner a Pemex “a punto de privatización”. Y las más recientes administraciones han sido obedientes y en extremo eficientes en ello.

Un primer paso para recuperar la industria petrolera para el país debiera ser el de enmarcar las asignaciones presupuestales de Pemex en criterios técnicos, económicos y estratégicos para su modernización y expansión, y no seguir dejando que la política petrolera la decida la Secretaría de Hacienda, en función sólo de maximizar la aportación de Pemex a los ingresos fiscales que recauda el gobierno. Esto es, conceder efectiva autonomía presupuestal y de gestión a Pemex, de modo que esté en capacidad de desarrollar una política de precios competitiva y de tener acceso, como cualquier entidad productiva, al mercado de capitales.

Si, en el caso de los precios, el gobierno decide que ciertos productos se subsidien, los subsidios debieran correr por cuenta del propio gobierno federal como tal y no cargarlos a los recursos de la entidad productiva, Pemex en este caso.

La decisión de otorgar autonomía presupuestal a Pemex debiera ir acompañada de las instrucciones, decretos o en su caso iniciativas de ley del titular del Ejecutivo para que la deuda que se ha obligado a contraer a la paraestatal con el esquema de pidiregas, sea absorbida por la Secretaría de Hacienda, para hacer con ello efectiva esa autonomía y liberar a Pemex de un lastre financiero que la coartaría. Una decisión en este sentido sería una muestra de voluntad del Ejecutivo por realmente conceder autonomía al organismo y muestra también de la decisión de arrancarlo del estrangulamiento al que lo tiene sometido Hacienda.

Una política sana, por otra parte, sería la de buscar que Pemex financiara sus actividades, principalmente, a partir de los ingresos que genera. No puede aceptarse que no haya habido, no hay y no habrá dinero, cuando se está viendo que en los años recientes el excedente petrolero ha ido de 10 mil a 18 mil millones de dólares y que este año seguramente rebasará los 20 o 25 mil. Con una cifra mucho menor que ésa se pueden construir las refinerías que evitarían una fuerte sangría económica al país, que este año rondará los 20 mil millones de dólares, cubrir además el pasivo de mantenimiento, estimado por el director general de Pemex en 3 mil millones de dólares, y hacer muchas cosas más, pues con precios altos del crudo que se prevén aun para años próximos, de liberar esos excedentes a Pemex, se le liberaría de problemas, carencias e insuficiencias.

Y en función de recursos y concretamente en materia de legislación, debiera preverse como parte de la decisión de dar autonomía presupuestal y de gestión a Pemex, que en la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria se estableciera que los llamados excedentes petroleros –la diferencia entre el precio del barril de crudo estimado en el presupuesto federal y el precio efectivo de venta–, que al hacer efectiva la autonomía debieran desaparecer como tales para ser sustituidos conceptualmente por utilidades o pérdidas, quedaran a disposición del organismo, para invertirlos en los programas que se le autoricen; y preverse asimismo que en la Ley de Ingresos no se le imponga la obligación de congelar el llamado superávit primario, que sólo en lo que corresponde a este año ascenderá a unos 15 mil millones de dólares y, desde luego, decidirse a ir al fondo, que es la realización de una verdadera reforma fiscal, que despetrolice las finanzas públicas y establezca como principal fuente de recursos públicos los impuestos que se recauden de las personas físicas y morales que obtienen los ingresos más elevados en el país.

Una nueva política, patriótica y racional, debiera llevar a Petróleos Mexicanos y a la industria petrolera a recuperar el papel de impulsores del crecimiento económico y la industrialización, de motores de la formación de capital nacional, proveedores de energéticos baratos para la economía del país, de contribuyentes a una balanza de pagos sana, convirtiendo a Pemex, con esa visión, en un ente productivo de alcances globales, que obtuviera sus ingresos principales de la venta de productos con alto valor agregado, tecnología y capacidad empresarial.

Para ello, nuestra industria petrolera no debe seguirse desarrollando como en las décadas recientes, en función de un solo objetivo prioritario, que ha sido producir crudo, sujeta a los intereses políticos coyunturales de la Secretaría de Hacienda. Por eso, al mismo tiempo que se revisa la legislación en la materia, como sucede actualmente, debe procederse a la elaboración de un plan de desarrollo de Petróleos Mexicanos, de la industria petrolera y del sector energético en su conjunto, de corto, mediano y largo plazos, que considere actividades debidamente dimensionadas, recursos necesarios y sus fuentes, así como los tiempos de ejecución, que fuera aprobado por el Senado y al que éste supervisara en su realización.

El punto de partida de cualquier plan de desarrollo de la industria petrolera, de cualquier diseño de política petrolera, está en la determinación de la plataforma anual de explotación, es decir, la extracción que se haga de hidrocarburos de los yacimientos en aprovechamiento, y del índice de reposición de reservas, con lo que se establece la relación entre los volúmenes que se explotan y la vida de las reservas.

Hoy andamos mal. México cuenta con reservas probadas para nueve años y la reposición de reservas apenas ha alcanzado en los años recientes 25 por ciento, y no 100 por ciento como debiera ser como mínimo. Ello se debe a más de un cuarto de siglo de mala política que sólo ha tenido como objetivos que la explotación del petróleo aporte a los fondos fiscales del gobierno y ceder mercados domésticos a productores extranjeros, desentendiéndose de las necesidades de impulsar la exploración.

Un hecho que no debe perderse de vista es que la producción de nuestros yacimientos más importantes, de acuerdo con datos oficiales, ha declinado de 2004 a la fecha en 472 mil barriles diarios y mantiene la tendencia a la disminución de la producción; en años recientes la plataforma de explotación se ha estado moviendo en el orden de 3 millones de barriles por día; de mantenerse esa extracción, el país dispone de reservas probadas para satisfacer el consumo interno y aportar el resto a la exportación de crudo, como ya se señaló, sólo para nueve años.

Si el potencial de producción disminuye; si la tasa de restitución de reservas ha sido insuficiente; si es altamente previsible que los recursos explotables en la próxima década difícilmente podrán sostener la actual plataforma de producción; si el país requiera sólo de un millón 700 mil barriles diarios para atender la demanda interna y no de 3 millones; si conocer el potencial de los recursos prospectivos, aquellos que todavía no se conocen, apenas detectados y en su mayor proporción ubicados en aguas profundas, y empezar a obtener producción de ellos va a tomar ocho o más años y los porcentajes de éxito en la perforación en aguas profundas son, en el mejor de los casos, del orden del 10 por ciento; si la explotación de cualquier nuevo depósito va a tener costos más elevados que los actuales y demandará de tecnologías más complejas, resulta obvia la necesidad de poner en práctica una política de manejo de las reservas que prolongue su vida, que reduzca gradualmente la exportación de crudo hasta eliminarla, que fomente la exportación de productos con alto valor agregado, permita realizar en las mejores condiciones posibles la transformación de la base energética del país –esto es, dejar de depender de los hidrocarburos como fuente de combustibles– y evite situaciones traumáticas para el país, ante el agotamiento reconocido de nuestros yacimientos y de las reservas mundiales.

Es urgente que el gobierno presente a la nación sus propuestas sobre política petrolera, que no están contenidas en las iniciativas que el Ejecutivo remitió al Congreso. En ellas tendría que dar a conocer los objetivos políticos, económicos y sociales que persigue, así como sus criterios sobre el manejo de reservas, las plataformas de explotación, las fuentes de financiamiento de los programas de desarrollo de la industria del petróleo, su visión sobre las relaciones de ésta con otras ramas de la industria y de la economía en general, la sustitución de importaciones, etcétera.

En fin, mucho más habría que decir de la industria petrolera y de Petróleos Mexicanos, y para dar una discusión informada, a la que el titular del Ejecutivo está convocando con sus declaraciones, el gobierno tiene la obligación de fijar sus posiciones, entre otras muchas cuestiones, sobre la puesta en práctica de un verdadero sistema de planeación para el sector energético; sobre la participación de Pemex en la industria del gas licuado y los proyectos de regasificación; sobre sus posibilidades como proveedor de gas para la Comisión Federal de Electricidad; los pasivos ambientales y laborales, que se presentan y contabilizan como si el organismo se encontrara en liquidación; sobre el fomento a la utilización de las energías renovables y no convencionales; el estímulo y prioridad que a partir de la actividad petrolera debe darse a la industria de la construcción y en general a la empresa mexicana; el fortalecimiento del Instituto Mexicano del Petróleo; sobre la creación de un organismo especializado en el comercio y desarrollo del gas natural en el que participaran Pemex y la Comisión Federal de Electricidad; las políticas ambientales que deben acompañar a la industria energética; sobre el reconocimiento de los productos ahora clasificados como petroquímicos básicos, que científicamente no son petroquímicos sino petrolíferos, y la recuperación de su clasificación y reconocimiento legal como básicos de aquellos que efectivamente lo son; la necesidad de revisar y dar racionalidad a los precios de transferencia entre subsidiarias de Pemex; sobre el fomento a las prácticas de ahorro de energía, etcétera.

Así como se ha abierto la discusión sobre eventuales reformas legislativas, es preciso iniciar ya la discusión sobre cómo debe desarrollarse la industria petrolera. Demandemos al gobierno que presente sus propuestas de producción, de las actividades a realizar en materia de exploración, refinación, transporte, almacenamiento, etcétera, de los montos y las fuentes de financiamiento que se requerirían para ello y su distribución en el tiempo, así como de los mecanismos de regulación que estime necesarios para una industria petrolera pública que opere con autonomía presupuestal y de gestión. Los ciudadanos tenemos derecho a que el gobierno nos informe. Podremos así manifestar con una base objetiva y de responsabilidad nuestro apoyo o nuestro rechazo a las propuestas oficiales, siempre y necesariamente de acuerdo a nuestra particular ideología. Podremos así, sobre todo, contribuir a que México ponga en práctica una política petrolera que vuelva a tener la condición de palanca principal del crecimiento económico y el bienestar social y, a través de ellos, del fortalecimiento de nuestra soberanía como nación.

0 comentarios