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Artículo de Julio Glockner

Artículo de Julio Glockner




 








 OPINIÓN 


El sermón de Los Pinos


 

 





Julio Glockner


Tarde o temprano teníamos que llegar a una declaración como la que hizo en días pasados el licenciado Felipe Calderón cuando señaló que los jóvenes se drogan porque no creen en dios. No sólo se ha cometido el grave error de pensar que la llamada “guerra contra las drogas” solucionará el problema de su tráfico y su creciente consumo; faltaba que se dijera explícitamente en qué tipo de ideas se sustenta esta cruzada policiaco–militar, y ahora, en voz de Felipe Calderón, ha quedado claro: “La falta de asideros trascendentes” ha provocado que “los jóvenes que no creen en dios, porque no lo conocen” sean las víctimas de las adicciones. ¿Será necesario explicarle que una de las causas más poderosas por la que los jóvenes recurren a las drogas es que están desocupados, sin escuela, sin trabajo, sin bibliotecas, sin cineclubes, sin centros deportivos y culturales?


Lo primero que se deduce de la afirmación del licenciado Calderón es que los jóvenes necesitan conocer a dios para alejarse de las adicciones. Desde luego, estamos hablando del dios judeocristiano, ¿y quién les enseñará a conocer a ese dios? Pues las iglesias que predican su palabra tiene las más distintas variantes. Es decir, lo que nos anuncia la declaración de Calderón es que el Estado renuncia a su obligación de abordar el problema como lo que es, un asunto de salud pública, que requiere de los funcionarios del Estado la suficiente inteligencia para informar a los ciudadanos sobre lo que es una droga, sobre los distintos tipos de drogas, sus características, sus efectos en la percepción, el comportamiento y la psicología humanas, entre otros aspectos de interés público, para que sean los propios ciudadanos quienes tomen la decisión de utilizar o no tales o cuales sustancias. El Estado tiene lo obligación de informarse e informar a la población recurriendo a fuentes científicas confiables, y no delegar en las iglesias, donde abunda la ignorancia sobre estos temas, la responsabilidad de orientar a los jóvenes.


El escenario que nos está presentando Felipe Calderón es muy semejante a los esquemas mentales de los soldados y los clérigos del siglo XVI que se enfrentaban, con la espada y la cruz, a quienes consideraban víctimas del demonio entre la población indígena.  


Pero además, las ideas del licenciado Calderón dejan ver su profunda ignorancia y la de sus asesores y colaboradores en temas que debían manejar más apropiadamente si tuvieran un mínimo de lecturas adecuadas y actualizadas. El primer disparate que revela esa ignorancia y que se maneja sin rubor alguno consiste en referirse a todo tipo de sustancias como “narcóticos”. Considerar que la cocaína o la marihuana son narcóticas es ya un serio problema de inicio en la comprensión del tema.


En segundo lugar, al parecer se ignora que las drogas, entendidas como sustancias que “vencen” temporalmente al cuerpo proporcionándole cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos (a diferencia de los alimentos que son asimilados por el cuerpo como simple nutrición) han sido consumidas a lo largo de la historia de la humanidad por todos los pueblos de todas las latitudes, al grado de que existen teorías antropológicas bien sustentadas que relacionan el origen del pensamiento religioso con el consumo de sustancias psicoactivas. El cristianismo, desde luego, no está exento del consumo de sustancias que modifican el ánimo y la percepción ¿o acaso se piensa que el alcohol no es una droga?  Aquí tocamos un tema sumamente delicado al que voy a referirme con todo respeto para quienes creen en la transubstanciación del cuerpo de Cristo. 


Todas las culturas tienen o han tenido una o más sustancias psicoactivas a las que se les reconocen propiedades benéficas, o no nocivas, cuando se utilizan moderadamente, y todas ellas se han empleado en contextos religiosos: El opio en Oriente; el cáñamo en la India; belladona, beleño y mandrágora en Europa; la hoja de coca y yajé en Sudamérica; cannabis en África; los hongos y ololiuhqui en Mesoamérica; el tabaco y el peyote en América del Norte... la sustancia a la que se le han reconocido estas cualidades en la cultura occidental es el alcohol, que en tiempos remotos se obtuvo de la uva fermentada y se consumió amplia e intensamente en las religiones antiguas. Ya en los ritos de Baco, Attis y Mitra, el vino fue considerado como sangre divina y en la gran cantidad de vasos hallados en las catacumbas se revela la embriaguez ritual de los primeros cristianos, quienes adoptaron algunas costumbres ceremoniales del mundo grecolatino. El rito eucarístico en el que se hace la invocación “este es mi cuerpo, esta es mi sangre”, estaba precedido por rigurosos ayunos que potenciaban los efectos de un vaso de vino. También había sectas fanáticamente abstemias cuyas tradiciones  establecían que cuando cayó Lucifer de los cielos produjo la vid. La solución a estas posturas antagónicas fue una eucaristía estrictamente formal, reduciendo a mero símbolo el ayuno y, algo más tarde, reservando el vino para el ministro.1


Sería interesante saber si en su llamado a descubrir a dios el señor Calderón incluye al alcohol y su infinidad de presentaciones como droga predilecta de Occidente, o si sostiene una apología de la sobriedad total, quizá un tanto hipócrita, que condena también al alcohol como factor de perdición del alma humana. Lo cierto es que su responsabilidad como gobernante no consiste en sugerir a los jóvenes la búsqueda de dios, sino en instruir a los secretarios de Salud y Educación para que desplieguen una indispensable campaña informativa, con criterios científicos, sobre el uso y el abuso de sustancias que de todos modos los jóvenes seguirán consumiendo, crean o no en dios.


Como el titular del Ejecutivo ha dado evidentes muestras de incapacidad para comprender el complejo problema de las drogas, sólo nos queda respaldar las iniciativas del poder legislativo en el sentido de informarse y discutir seriamente sus diferentes aspectos, entre los cuales destaca la posibilidad de despenalizar el consumo de algunas drogas e iniciar una campaña inteligente de información calificada para que la población tenga un criterio maduro y bien sustentado desde el cual pueda tomar sus propias decisiones. Esa es, ni más ni menos, la responsabilidad que a un Estado laico le toca asumir.  

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