Artículo de Jaime Ornelas Delgado
Favor por Buenos Aires
Jaime Ornelas Delgado
Un vuelo directo de México a Buenos Aires tiene una duración, aproximada, de ocho horas y media. Eso si todo sale bien, y se cumple con la eficiencia que todas las empresas privadas presumen tener, en este caso AereoMéxico, empresa privada que ofrece ese vuelo y ese tiempo. Sin embargo, qué sucede en la realidad.
Para asistir al XXVII Congreso de la Asociacián Latinoamericana de Sociología (ALAS), compré el pasaje del vuelo directo que sale a las 11:55 de la noche todos los días. Así, me presenté en la terminal dos del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, que no le quieren llamar Benito Juárez, como es nu nombre, el viernes 20 de agosto en el mostrador de AereoMéxico, donde una melodiosa voz, que parte de una “sonriente señorita”, me dice: “tengo una noticia para usted, su vuelo a Buenos Aires está demorado... 9 horas, saldrá mañana sábado a las 8 de la mañana con 45 minutos”. Y ante mis primeras muestras de enojo, esa “linda señorita” me desarma con otra dulce sonrisa que si bien no detiene mis reclamos me deja despotricar por unos minutos, para después decirme: “La compañía le pagará el hospedaje y los alimentos por esta noche”. Y el rostro se vuelve hierético: cualquier pregunta se topa con un “pues no sé decirle”; “Yo sólo trasmito lo que me dicen”, “No tengo por qué engañarlo”.
Y ahí vamos al hotel a cenar y a dormir para levantarse de madrugada y estar nuevamente en el mostardor de la “compañía”, donde la señorita de la “dulce sonrisa” (seguramente era otra distinta a la de la noche anterior, pero a mí me parecen todas iguales), nos recibe el equipaje y nos asegura que el vuelo se iniciaría puntual. En efecto, a las 8:15 empezamos a abordar, y de pronto se detiene la fila en el pasillo de entrada al avión; al parecer se intenta detener a un ciudadano argentino, y cuando se reanuda el avance, todos pasamos junto al detenido sin parar y sin verlo siquiera, no vayan a decir que lo conocemos y es nuestro amigo.
A eso del cuarto para las 9, estamos instaldos los 277 pasajeros listos para emprender el vuelo; sin embargo, llega la hora prometida y nada, pasan los minutos y dan las 9 y media y nada; dan las 9:45, una hora de retraso, y seguimos pegados a la pista. Por fin a los cinco para las 10 el avión comienza a moverse y el despegue se inicia a las 10 de la mañana; esto es una demora de hora y cuarto.
Ya en el avión, todo trasncurre con normalidad, pero a mi asieno se le cae la parte donde descansa la cabeza del pasajero, voy con la aereomoza y lo primero que me dice es “por qué le hizo usted fuerte”, y siguió regañándome hasta hacerme sentir un verdadero criminal que destruye el patrimonio que tan bien cuida la empresa privada.
Y no fue todo al llegar la hora de la comida pasa la aereomoza y me pregunta: “¿Qué desea, pollo o pasta?” Con mi mejor voz, le respondo “pollo, por favor”, y me dice la indina “”¡Ay señor, ya no hay pollo!” Y me avienta un plato con unas pastas vomitivas. Pero tuve suerte, según me dijo Jaime Osorio, distinguido sociólogo de la UAM–X, que venía unas filas atrás, quien riendo me asegura: “A mi ni siquiera me preguntaron, me dieron pasta y ya”.
En fin, llegamos a Buenos Aires el sábado a las 10 de la noche. Un día perdido para las aventuras que pensaba correr en esta siudad impresionante por su belleza y señorío, a donde pensaba llegar un día antes. Lástima.
Pero después de todo esto llegué a una conclusión: nada de que la empresa privada es más eficiente que la pública, por lo menos no en aviación. Y no me queda duda; hay que estatizar esas empresas sin indemnización y para siempre, no como ha ocurrido que cuando esas empresas tienen problemas las toma el gobierno, las sanea financiera y administrativamente para luego devolverlas a los ineficientes empresarios que las habían quebrado y sólo tienen como preocupación ganar dinero y no un mejor servicio, lo que ni siquiera les pasa por la cabeza.
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